sábado, 20 de mayo de 2017

Enciende los candiles





“En la casa de la esquina vivía una mujer a la que le decían la Señora de La China. No sé de dónde salió eso. China no era. 
Casi no hablaba. Casi no salía. A veces, cuando pasábamos por la vereda, se veía su sombra atrás de los vidrios. Yo siempre la imaginaba en batón. Un batón de flores mínimas y viejas, gastadas en su pequeñez. En una casa vecina había pájaros. Se oía el ruido desde la calle. El grito frenético y nervioso de los canarios.
Los chicos andaban siempre con tramperas. Maquinarias desoladas destinadas a transformar una reina mora en un animal que tiembla en la semipenumbra. Prisiones donde se lastimaban las alas los cardenales, buscando responder el llamado de otro prisionero. Todos tenían las mismas tramperas. Una cárcel de tres cuartos. En el del medio, un pájaro encerrado que servía de llamador. Y, a cada lado, pequeñas celdas con un mecanismo que abría el techo para dejarlo caer cuando un pájaro entraba a buscar el agua y la comida que se usaba como señuelo. El resorte saltaba y el techo caía con un golpe de hierros y huesos. Vi muchos pájaros destrozados por esa violencia. Pájaros agonizantes que algún chico sacudía en la mano haciéndolo bailar en el sonido de la siesta. Somos una especie terrible, a veces. 
Ahí iban los chicos, tramperas en mano, a meterse en el monte. Jugaban a cazar, a destruir, a desguazar. A eso nos enseñaban a jugar en esos años espantosos. Jugaban a atrapar bichos y a meterlos en frascos repletos de formol. Ese color verde azul de los cuerpos atrapados. Uno aprende mucho del horror de los años de infancia.”

Mi amiga hace una pausa, prende un cigarrillo y mira hasta la calle. Veo cómo sube el humo con una sensación extraña. Quisiera estirar la mano para tomar yo también un cigarrillo pero hace más de un año que dejé de fumar. Este encuentro ha sido casi casual, inesperado. La alegría de volver a ver a alguien con quien hemos compartido los primeros años de la juventud. Es viernes. Es casi media noche. La mesa del bar está en la vereda, a la vera de una ruta por la que casi no pasan autos. Mi amiga prende ese cigarrillo y sigue diciendo lo que necesita decir.

“Los chicos iban al monte. Se oían sirenas, aviones, trenes. El mundo se movía. Todo se movía. Pero la Señora de la China, no. Trato de reconstruir los momentos en que la vi. Cómo era. Qué estaba haciendo. Trato de recordar las cosas que se decían de ella. Todo era medio dicho; medio callado. Hablo de unos cuarenta años atrás. Esos años.
En la escuela alguien decía “la bruja”. ¿Quién es la bruja?, preguntaba otro. La Señora de la China, decían. Y había un temblor nervioso, un miedo, algo incómodo. Sólo nombrarla producía eso. Conversaciones siempre terminaban en algún chillido, en un ataque de risa o en un cambio abrupto de tema. Una vez alguien dijo que se había robado un chico y se lo había comido. Otro dijo que no, que se había comido dos chicos pero que no eran ajenos, que eran sus propios hijos. 
Eso se decía en la escuela. En la calle. En la canchita. En la vereda. Una vez, dos se pelearon a trompadas y uno le dijo al otro: “a la noche vengo con mi primo, te busco y te tiramos por arriba de la tapia al patio de la China”. El amenazado no quiso salir de su casa una semana. A todos los chicos les pareció comprensible. Los grandes no preguntaron pero era obvio que sabían algo. Cuando los chicos nombraban a la Señora de la China, los grandes corregían. “No digan así, digan bien, la señora Funes tiene nombre”. Digo Funes por decir algo. Podría ser Pérez o López o Márquez. No me acuerdo el apellido. Tenía dos sílabas y se acentuaba en la primera. Funes suena bien. Las madres decían “no hablen así” o “basta de hablar” o “dejen a la señora Funes tranquila”. Y eso llamaba la atención. Que para los grandes el mencionarla ya era quitarle tranquilidad. Quizás porque eran ellos los que no querían nombrarla. Era una suerte de fantasma. Casi no salía, casi no se la nombraba. Alguna vez alguien dijo una frase que, en aquel momento, no entendí: “un manto de piedad”. Eso. Que dejáramos caer sobre ella un manto de piedad. Y cuando oí eso lo que me vino a la mente fue la tapa de los tramperos cayendo y aplastando un cuerpo.”

Mi amiga sirve en nuestros vasos lo que queda de cerveza.

“Una de las veces que vi a la Señora de la China fue una tarde en que me había quedado dormida en la vereda. Me sentaba, al sol, y me dormía. Tengo la rara habilidad de dormir con los ojos abiertos. El problema es que los otros pueden leer como desprecio o indiferencia lo que es pura ausencia. O peor aún, pueden asustarse. Eso era lo que tenía la Señora de la China cuando yo reaccioné: miedo. Miedo y un enorme alivio cuando contesté “sí” a la pregunta repetida de “¿estás bien?” Me ayudó a levantarme. Me acomodó la ropa. Hubo un momento de vacilación frente a la puerta hasta que ella dijo “¿querés entrar a tomar la leche?”
Las dos temblamos. Ella nunca tenía visitas. Yo tenía prohibido entrar a la casa de alguien sin pedir permiso antes. Dije que sí. Entré. Me senté a una mesa de madera con un camino tejido a bolillo. Una taza enorme de café con leche. Galletas en una lata. Una charla sobre cosas mínimas. Era como si las dos hubiéramos decidido no hablar de lo extraño que era estar ahí, juntas. Sobre una cómoda había dos fotos. Un hombre de traje, viejo. Dos hombres jóvenes apoyados contra una lancha, sonriendo al borde de un río. Mirar y no preguntar. Nunca. Así era nuestra infancia hace cuarenta años. No preguntar.
Cuando volví a casa no dije nada. Era mi secreto. A la hora de cenar a los grandes les molestó que casi no comiera. No dije por qué no tenía hambre.
Unas noches después, corridas, golpes, gritos. Una banda de sonido que no era  rara en esa época. Mis padres soltaban las persianas con un golpe para aislarse de lo que pasaba afuera. 
A la mañana siguiente, al ir al colegio, la puerta destruida, caída sobre el piso, en la casa de la esquina. Desde la vereda, apenas un vistazo de ese living, de esa mesa de madera, apenas un vistazo, el tironeo de los grandes para mirar al frente y apurar el paso.
A la Señora de la China se la llevaron, dijo alguien en la escuela. ¿Se la llevaron quiénes? No preguntar. ¿Se la llevaron por qué? No preguntar. ¿Se la llevaron a dónde? No preguntar ¿Cuándo va a volver?
Esa fue nuestra infancia. Así era. Hace cuarenta años.”

Mi amiga llora. Lloramos. No es un llanto gritado. Es una cosa fuertísima que deja caer lágrimas mientras construimos la fuerza para resistir.

Desde alguna casa llega el sonido de una radio. Aquella vieja canción de Charly García. Su voz diciendo: “enciende los candiles que los brujos piensan en volver / a nublarnos el camino”. 

Hay un silencio. Un momento en el que todo lo que queremos decir se dice ahí. En nuestra decisión, imperturbable, de resistir el retorno de la oscuridad. 

Encender los candiles, hoy, es estar juntos. Atentos. Alertas. Despiertos. Y juntos. Como nosotras dos, a medianoche, en la vereda de un bar, recordando el pasado, construyendo el futuro. 



Eugenia Almeida

Publicado originalmente en Días contados
Ilustración de Juan Delfini







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