jueves, 16 de febrero de 2017

Literatura negra hispano-americana: El luminoso grito de la desesperanza


Por Néstor Ponce




Un repaso de lo más relevante de la novela policial en nuestro idioma.

El escritor catalán Manuel Vázquez Montalbán, creador del célebre detective Pepe Carvalho, solía decir que la novela policial era el último refugio de la literatura realista. Y lo decía con un dejo de orgullo. Es cierto que luego de un período dominado por las prácticas formalistas y de vanguardia, los años 70 vieron aparecer un fenómeno particular, tanto en España como en los países latinoamericanos: la novela negra. El argentino Mempo Giardinelli, uno de los líderes de ese movimiento de renovación, entonces exiliado en México, decía entonces que, sin ponerse de acuerdo, autores de lengua hispana o portuguesa empezaron a escribir, en el mismo momento, el mismo tipo de literatura. ¿Cómo se puede explicar ese maremoto policial por razones tanto literarias como sociales? Por un lado, los narradores experimentaban la necesidad de quitarse las pelusas de la onda formalista y producir obras que se clavaran en la realidad; por el otro, las condiciones políticas habían cambiado profundamente con la irrupción trágica de dictaduras sangrientas, y su cohorte de persecuciones y censura. Muchos de estos escritores pioneros habían ejercido la profesión de periodistas, actividad sospechosa a los ojos de los censores. 

En los años 50 y 60, algunas publicaciones fueron antecedentes luminosos en este diálogo entre el periodismo y la ficción –un poco a la manera de Truman Capote en los Estados Unidos-: Operación masacre de Rodolfo Walsh en Argentina o Los albañiles de Vicente Leñero en México.

Volvamos a los años 70 y a la eclosión fértil de esta nueva producción. Hiber Conteris (Uruguay) publicaba en España una novela policial que se había aprendido de memoria -por falta de papel- en la prisión política de Libertad; Osvaldo Soriano (Argentina), radicado en Francia, dio a la luz en España sus novelas censuradas en Argentina; Mempo Giardinelli fue el primer extranjero que ganó el Premio Nacional de México con una novela que juega con los hilos del policial negro y el fantástico, Luna Caliente. Entre tanto, a miles de kilómetros, Paco Ignacio Taibo II (mexicano nacido en Gijón, Asturias, e hijo de republicanos exiliados), comenzaba la saga que tenía como protagonista a Héctor Belascorán Shayne -hijo de exiliados vascos e irlandeses., detective privado en el Distrito Federal de México, selva en la que dominaban la corrupción y la miseria. Tal vez encontremos en estos comentarios una explicación para entender la amplitud de la ola policial en estos últimos años: a partir de una estructura codificada, es decir un enigma, una pesquisa, una solución, que moviliza regularmente al mismo elenco de personajes (investigador, confidente, delincuente, víctimas, cómplices), los relatos despliegan un programa narrativo que permite comprender la situación social y política de los países de la región. Todo ello hecho con dinamismo, sin caer en el esquematismo y el panfleto. 

En Cuba, el género conoció también un desarrollo considerable en los años 70, pero en un contexto diferente. Bajo el control del Ministerio del Interior -que creó incluso un premio literario en 1972- y con la intervención de intelectuales reconocidos, como el poeta Luis Rogelio Nogueras o el narrador Guillermo Rodríguez Rivera, el relato policial se confunde con la novela de espionaje. En efecto, en un país socialista, en el que el pueblo ha tomado las riendas del poder y donde la delincuencia ya no existe, los delitos son cometidos por todos aquellos que se oponen a la Revolución. Una figura destaca en ese panorama algo pobre: Ignacio Cárdenas Acuña, quien encontró una fórmula original para salir del cuadro impuesto por las autoridades: situar sus aventuras en los años 50, lo que le permitía denunciar al imperialismo norteamericano y pintar un cuadro de la situación cubana de la época. Habrá que esperar la década del 90, como veremos más abajo, para que la situación cambie. En este punto, una nueva vez, los contextos literarios y políticos se entrelazan: la influencia de la producción policial de otros países hispanoamericanos y los cambios que intervienen en la isla luego de la caída del muro de Berlín. 

En todos estos casos, la influencia del hard-boiled norteamericano de los años 40 y 50 (en particular de Dashiell Hammett y Raymond Chandler), pero también del polar francés de Jean-Patrick Manchette o Thierry Jonquet desempeñaron un papel importante -al menos al comienzo- para la constitución del género en América Hispánica. Recordemos por ejemplo que Soriano era un cronista relevante de literatura policial y que su primera novela, Triste, solitario y final (1973) pone en el escenario a Chandler y a su detective icónico, Philip Marlowe. Tampoco hay que olvidar la influencia del cine de Hollywood de 1940-50, que llevó a la pantalla numerosas adaptaciones del policial. Uno de sus guionistas estrella era nada más ni nada menos que William Faulkner… En América Latina, también fueron -y rápidamente- adaptadas varias novelas del género: Luis Buñuel con Ensayo de un crimen (a partir de la novela homónima de Rodolfo Usigli) y Jorge Fons con Los albañiles.

La diversificación
A partir de los años 90 la novela negra supera las fronteras de Argentina y de México y se instala en la mayoría de los otros países de América Latina y del Caribe. Escritores provenientes de otros horizontes -como el mexicano Jorge Volpi con En busca de Klingsor, Ricardo Piglia en Argentina con su serie alrededor de Ricardo Renzi, o incluso el chileno Roberto Bolaño con Los detectives salvajes- transgreden el género e introducen elementos eruditos y meta-literarios. Sin embargo, la rama negra tradicional no ha perdido sus hojas. En Chile, a los primeros trabajos de Poli Délano se le agregan, entre otras, las novelas de Roberto Ampuero, de Luis Sepúlveda, de Bartolomé Leal, de Ramón Díaz Eterovic. Este último es el creador del detective privado Heredia, cuyo confidente es un gato que habla, un tal Simenon. Bartolomé Leal, por su lado, ha lanzado una saga cuya acción se ubica en Kenia -país en el que Leal residió varios años- y que presenta el universo contradictorio y violento de ese país. La crítica ha hablado, refiriéndose a su obra, de “novela etnológica”, es decir una literatura que revela el flujo identitario y cultural de una población a partir de la ficción.

En Uruguay, después Hiber Conteris -sin olvidar a Juan Carlos Onetti, autor de cuentos con una marcada influencia del género policial-, aparecieron Milton Fornaro y Mercedes Rosende (que dice que ella no eligió la novela negra sino, que, al contrario, fue el género negro el que la escogió a ella). En Colombia, Óscar Collazos, Gustavo Forero Quintero y Santiago Gamboa se apoyan en la estructura de la novela negra para trazar un panorama de la situación de violencia ligada a los grupos paramilitares y a los traficantes de droga, pero también a la represión estatal. En México, la narco-novela se ve, de la misma manera, atravesada por la narración policial, como se observa en las obras de Juan Hernández Luna y Elmer Mendoza; y de los “argen-mex” (argentinos residentes en México) Myriam Laurini, Roberto Bardini o Rolo Diez. Este último sitúa algunas de sus novelas “catastróficas” en Argentina, un territorio devastado por la corrupción de los dirigentes políticos, sindicales, la Policía y por los efectos del neoliberalismo. En Paraguay, en 1995, Andrés Colmán Gutiérrez publicó la primera novela policial de la historia del país: El último vuelo del pájaro campana, donde presenta con ironía la influencia del Brasil en la economía y la cultura de su país, la situación de los indígenas “globalizados” y la alianza de los militares con los traficantes de droga. En el Perú, luego de las incursiones de Mario Vargas Llosa en el género, con su personaje Lituma -relatos policiales andinos-, Diego Trelles Paz retoma la antorcha negra con Bioy, magnífica novela que prosigue la temática lanzada por el excandidato a la presidencia de su país, tratando el doloroso tema de los desastres provocados por la acción de Sendero Luminoso y por la represión salvaje del Estado. Por su lado, el panameño Osvaldo Reyes dio a conocer tres novelas negras, entre las que figura la reciente El efecto Maquiavelo, historia de un médico tenebroso que trabaja en un hospital de Ciudad de Panamá y cuyas presas son los pacientes. En Cuba, la renovación emerge de la pluma de Leonardo Padura y de Lorenzo Lunar. Padura es el creador de la saga del expolicía y actual vendedor de libros Mario Conde. En sus novelas, traza sin ambigüedades la situación de la isla a partir de los años 90, período clave luego de la caída del muro de Berlín. Lorenzo Lunar es el otro nombre importante del cambio. Escribe sobre su barrio en la ciudad de Santa Clara y cuenta los periplos de Leo Martín. Por fin, en Bolivia, el género comienza a cobrar importancia, como se constata con la irrupción de Gonzalo Lema, creador de la saga del expolicía y nuevo detective Santiago Blanco, o del narrador Wilmen Urrelo Zárate, autor de Fantasmas asesinos. Lema decía recientemente: “Bolivia es propicio para escribir cuentos y novelas policiales”.

Podríamos multiplicar los ejemplos que ilustran en nuestra época el vigor de la novela negra hispano-americana, así como la calidad de la producción. Que sirvan como muestra las numerosas traducciones en el mundo entero. Somos injustos, indudablemente, en la elección de los nombres citados, pero el espacio es avaro…

Quisiéramos terminar con dos comentarios. El primero se refiere al gran desarrollo del género negro en Argentina, fenómeno acompañado por la aparición de numerosas pequeñas editoriales, que tratan de luchar contra el monopolio de los imperios españoles, que compraron viejos sellos del país para imponer modelos comerciales, una literatura estándar tipo best-seller. En ese marco, cabe citar el aporte de autores que luego del regreso de la democracia en 1983 -y hasta la época actual- han contribuido a alimentar colecciones luego de la caída de la dictadura: Juan Sasturain, Vicente Battista, Enrique Mallo, Javier Chiabrando, Guillermo Orsi, Leonardo Oyola, Kike Ferrari, Fernando López, Daniel Sorín y, también, fenómeno particular, la irrupción en la escena literaria de un gran número de mujeres, que producen una literatura de alto nivel, que relata los cambios de la sociedad argentina, la vida en las provincias del interior, en el Cono Urbano, la desesperanza de la población y de los jóvenes, la violencia que sufren las mujeres y los gays: Mariana Enríquez, Selva Almada, Gabriela Cabezón Cámara, Alicia Plante, Eugenia Almeida, Florencia Etcheves, Claudia Piñeiro, María Inés Krimer.

El segundo comentario se refiere a la importancia de los festivales de literatura que le dan una amplia visibilidad a la producción policial. Como haciéndose eco del éxito del género, los festivales se multiplican: Córdoba mata (Argentina, dirigido por Fernando López), BAN! (Buenos Aires Negro, bajo la égida de Ernesto Mallo), Panamá Negro, Azabache (Mar del Plata, coordinado por Javier Chiabrando), Semana Negra Uruguay, Medellín Negro (dirigido par Gustavo Forero Quintero). Lorenzo Lunar prepara un festival para 2017, en la ciudad cubana de Santa Clara (que recuerda de manera irresistible la canción “Che Comandante”). Por otro lado, los festivales organizados en España (Gijón, creado por Taibo II, Barcelona, Getafe, Aragón) invitan regularmente a numerosos escritores hispanoamericanos cuyas obras circulan en España. 

La novela negra actual produce un testimonio de la evolución de las sociedades hispanoamericanas, muestra las grietas sociales y pone de realce los cambios operados a causa del neoliberalismo que afecta a la mayoría de los países. Lejos de limitarse al uso de un lenguaje sin relieve, el policial de América Hispánica muestra imaginación y renovación, cuida la construcción del relato, trabaja la lengua. Para iluminar la desesperanza.


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